Gregorio Ortega Molina/
En un país necesitado de referentes, a éstos les ha dado por morirse. Es una pena, porque los paradigmas en la prensa nacional son escasos. Se hace difícil guardar silencio cuando el respeto y la admiración al profesional puede irse a pique, porque los rasgos personales prefiguran la imagen atormentada de un ser humano, sólo eso, un ser de carne y hueso, lleno de debilidades, como cualquiera.
Es decir, con la idea precisa de preservar el mito, de hacer del referente periodístico una guía para las futuras generaciones, de que la relación entre la prensa y el poder transite por las vías que Julio Scherer García abrió para los que nos levantamos y nos acostamos con la convicción de la libertad de expresión, he de guardar silencio sobre lo que vi y escuché durante cinco años de comidas dominicales en casa de su hermana Paz -Pacecita, la llamaba él-, a las que puntualmente acudía en compañía de Susana, algunos de sus hijas e hijos e invitados diversos.
He de guardar silencio sobre esa persistente y equívoca idea acerca de la supuesta ignorancia de su hermana, a la que, según él, no aprovechaban los viajes a Europa, las visitas a los museos, los conciertos, las lecturas, las películas; nada decir del “aprecio” por sus sobrinas, y todo callar sobre la imagen que se formó de sus maridos.
Nada puntualizar acerca de su percepción de que la intimidad no existe ni la lealtad tampoco, cuando menos entre los políticos, porque decidió prescindir de la amistad de Fausto Zapata cuando éste prefirió cumplir su compromiso con Luis Echeverría.
Quedarme callado ante la evocación de esa imagen precisa, contundente, clara, cuando cansada de escuchar a Julio molestar a su esposa, una amiga mutua -que es toda mesura y educación- se pone de pie y exclama: ¡Ya déjese de pendejadas, don Julio! No moleste más a Susana.
Ni siquiera acordarme de cuando, obsequioso, me invitó a su casa para felicitarme cuando Javier Wimer me nombró secretario particular, y Julio, basados en nuestra amistad, me habló de la posibilidad de sustraer documentos para hacerlos públicos. “Secretario viene de secreto, don Julio”, acerté a aclararle mi postura.
¡Vaya!, sacar de la memoria el encuentro en que me propuso que hiciéramos un juicio público y periodístico a mi padre, cuando después de preguntarme si Revista de América fue factor de poder, le respondí que en la misma medida que en la actualidad lo es Proceso.
-“Pues chingue usted a su madrecita, don Gregorio”; “pues chingue usted a la suya, don Julio”.
Y quince años después, con el testimonio de Rafael Rodríguez Castañeda como invitado de piedra, cuando le dije que estaba dispuesto a dar a conocer su opinión sobre mi padre, se retractó.
Luego, ya solos: ¿Por qué se fue a unomásuno, don Gregorio? ¿Cuándo me invitó a Proceso, don Julio? Y el encanto se rompió.
Pero su valor, el valor de su obra se multiplica, porque la construyó un ser humano en contra de las restricciones para conocer verdades, y por eso, sobre lo otro, es preciso callar, olvidar, preterir, guardar silencio.