Gregorio Ortega Molina/
En el único y mejor momento político de Martí Batres, cuando se desempeñó como secretario general de Gobierno en el Distrito Federal, reconocía ante sus allegados que el monto anual del dinero negro administrado -2000-2006- en esta ciudad, rondaba los 30 mil millones de pesos. De esto ya llovió.
Negar, como lo hacen ahora, la presencia del crimen organizado en esta ciudad, que los cárteles carecen de operadores o refugios en colonias del Distrito Federal, como sucede en Cuernavaca, equivale a dar la espalda a la realidad, correr el riesgo de equivocarse en la toma de decisiones y nulificar las aspiraciones presidenciales, si es que existen y hay tamaños para querer adueñarse de la silla del águila.
Esta ciudad y la zona metropolitana son víctimas, desde hace muchos años, del secuestro, la trata, la piratería, la extorsión; las redes de explotación sexual de todo tipo son tan viejas como los documentos en los que se declara la Independencia, y del tráfico de dinero e influencias, ya ni hablar, los virreyes lo administraban; todo lo antes enumerado es crimen organizado.
Pero esa delincuencia organizada se ha sofisticado, por las exigencias de la ciudad capital, cuyos gobernantes aspiran a modificar en estatus político y darle Constitución y futuro, porque han descubierto, a través de la industria de la construcción y del comercio formal e informal, que “el dinero amedrenta y hechiza, aturde con su monstruosa capacidad de multiplicación. El dinero levanta construcciones tan simbólicas y tan destinadas a amedrentar a los débiles y a los crédulos (así lo escribe Antonio Muñoz Molina) y los ignorantes como los zigurats mesopotámicos o los vestíbulos de altas columnas macizas de los templos egipcios. El dinero parece lo más irrefutable y tiene poder de comprarlo todo y trastornarlo todo y de pronto se evapora y ya es como si no hubiera existido”.
Los administradores políticos de la ciudad ven la democracia como una concesión; para conservarla como propiedad de los partidos a los que representan crean los subsidios y modifican los proyectos de desarrollo, con la idea de que en una grandilocuencia ficticia de crecimiento urbano, esconderán la realidad de la verdadera delincuencia organizada que los afecta de manera mínima, porque de alguna forma atinaron a controlar y a no romper los acuerdos previamente establecidos, que les permiten conservar los billetes negros recibidos guardados en la cartera.
Lo que se tiene enfrente, entonces, es la construcción del mito del DF como una ínsula donde el crimen organizado no existe, si no es en su administración gubernamental.