La Costumbre del Poder: Ayotzinapa como distractor


 Gregorio Ortega Molina 5 de febrero de 2021 – 00:12 CE


 *La personalización del poder es de otra naturaleza. No concierne al dominio institucional, sino al control psicológico de la sociedad. Una persona simboliza a la nación, al Estado y al partido. Representa al poder del grupo que se encarna en él. Se afirma así el poder del rostro, el poder que se identifica con una cara -a veces una máscara-…


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¿Hace cuánto sustituyeron el quehacer político de las ideas y las propuestas realizables, por el espectáculo puro y duro -Donald Trump es un gran maestro de ceremonias-, por el entretenimiento? ¿Hace cuánto los partidos dejaron de serlo para convertirse en carpas?

     A principios de 1983 Jesús Roberto Dávila, subsecretario de Gobernación, me convocó a un café para entregarme un obsequio. Un ejemplar, en francés, del ensayo El Estado espectáculo, de Roger-Gérard Schwartzenberg. “Es lo que se nos viene encima”, puntualizó cuando lo puso en mis manos. Lo leí en su momento. Ahora redescubro que la carpa creció en tamaño y diversificó locales; tiene, además, una gran variedad de supuestos eventos para lograr la atención, y mantener entretenida a la galería.

     Tengo la certidumbre de que uno o varios de los cercanos al Gran Timonel lo tienen como vademécum de propaganda política y distractor de problemas fundamentales. Los párrafos iniciales, desde entonces subrayados y comentados, dan una idea de las similitudes entre el señor Trump y quien hoy aquí mangonea. Ofrezco una disculpa por mis errores de traducción. Van.

La política, en otra época, eran las ideas. La política, hoy, son las personas. Más bien los personajes.

El propio Estado se transforma en empresa de espectáculos, en <<productor>> de espectáculos.

La política es una puesta en escena… en la que cada dirigente se convierte en vedette… es la personalización del poder.

Hoy, el poder tiene un rostro: el del dirigente que lo ejerce. De abstracto, el arte político se convirtió en figurativo. Se personaliza.

Un hombre -o una mujer- personifica el poder porque personifica al grupo que lo ejerce. Se identifica con ese grupo que se reconoce en él. Se impone por su prestigio, se ascendente, su popularidad… es la figura del poder, lo encarna.

El poder personal refiere a una realidad institucional: una persona concentra y controla todos los poderes. Administra todos los engranajes del aparato de Estado -lo que Bertrand de Jouvenel llama el cuarto de máquinas-. Es la confusión de poderes del derecho constitucional clásico. Es la tiranía antigua, la monarquía absoluta o la dictadura contemporánea.

La personalización del poder es de otra naturaleza. No concierne al dominio institucional, sino al control psicológico de la sociedad. Una persona simboliza a la nación, al Estado y al partido. Representa al poder del grupo que se encarna en él. Se afirma así el poder del rostro, el poder que se identifica con una cara -a veces una máscara-…    

Considero innecesario extenderse. Es una repetición del juego de las cajas chinas, siempre, e insisto, siempre hay una más pequeña y diferente, nunca es la misma.

     No hay mejor ejemplo que el caso Ayotzinapa. ¿Cuántas versiones han querido vendernos? No importa, ninguna es igual, pero tampoco ninguna desautoriza en su totalidad a la verdad histórica, el caso es que los formadores de opinión o quienes buscan nuevas opciones de gobierno, se metan a un laberinto que no tiene salida, si no es por la voluntad del líder. Ahora resulta que Donald Trump es un aprendiz.

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HUMBERTO MUSACCHIO Gregorio Ortega es de los pocos escritores mexicanos que han optado por la edición de internet. Primero publicó o subió la novela Febronio y sus fantasmas que en edición Kindle (https://goo.gl/q0mJyj) tiene un precio de 129 pesos con 98 centavos. Ahora acaba de poner en el espacio virtual, al mismo precio de la anterior, otras dos novelas: Sísifo, santo patrono de los periodistas. Narco, guerrilla y poder (https://goo.gl/QNo1aX) y La rebelión del obispo. Ni los vio ni los oyó (https://goo.glMmYZMv). La primera trata del sexenio de José López Portillo y la relación entre el gobierno y los orígenes del narcotráfico, en tanto que la última versa en torno al obispo Samuel Ruiz García, el subcomandante Marcos y Carlos Salinas de Gortari.
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